Ella…
Tenía memoria de pez y cuerpo de sirena, algo de otoño, cuando era primavera y un poco de verano, cuando todo era invierno. Me llamaba poco, porque adoraba las palabras dichas a la mirada y escribía lo justo, para no olvidar, por ejemplo, que la lista de la compra solía dejarla en el bolsillo de la chaqueta de andar por casa y correr por la playa.
Tenía costumbres que no conocían el tiempo libre; pero tiempo se llamaba su perro y libre su nevera… y esmeralda la escoba, que tenía un lío con Alberto el recogedor, que a su vez compartía mango con Aurora , la fregona. Así iba por toda la casa, saludando a los habitantes con los que compartía y, conversando con ellos se le apagaban los días.
Tenía un armario lleno de ropa para la lluvia, que solo se ponía las noches de luna llena y una despensa con comida para peces de colores primarios. Adoraba los libros donde no había final, donde alguien había robado las páginas del desenlace… Adoraba leer esos libros que, por su culpa, nunca acababan igual.
Tenía la sana costumbre de no tener costumbres. Despertaba cuando ya no tenía sueño, comía cuando tenía hambre, amaba cuando descubría que el corazón iba demasiado rápido, escuchaba música cuando se aburría de los pájaros o de la lluvia. Había aprendido a bailar la música imaginada y a tarararear silbando.
Tenía una eterna colección de sueños, apuntados en un par de libretas cuadriculadas y dos o tres poemas escritos con mucho cuidado en la esfera de un viejo balón de futbol. Amaba los árboles que habían perdido la orientación, que no admitían el musgo sobre el norte de su corteza, que preferían ignorar a ser ignorados.
Tenía algunas amigas y medio amigo. Sabía que la amistad se calcula empleando una compleja función matemática que no estaba a su alcance. Odiaba las matemáticas y le costaba entender la amistad… una cosa consecuencia de la otra, claro está. La amistad no era, definitivamente, la función inversa de la soledad. Tenía entre sus mejores amigos el tiempo que pasaba consigo misma.
Tenía tan poco dinero que apenas era capaz de imaginar un lugar adecuado para guardar su fortuna. Tenía el mar, cuando estaba cerca, la luz de sol y el verde de los prados inmensos… y muy poco sitio para guardar las ganas de volver siempre.
Tenía la libertad de viajar al fin de los lugares sin límites. Adoraba aparcar los sueños que llevaba en los bolsillos y dormirse poniendo nombre a las estrellas de mar. Amaba el rumor de mar en las caracolas que jamás hablaban con la boca llena.
Tenía la mirada llena de libertad y la cabeza llena de sueños.
José A. Fernández Díaz.