La soledad no es cosa de quienes no tienen compañía. La soledad es un amasijo de piezas que, aparentemente, no sirven para construir cosas útiles. Pero para cierto tipo de espíritus la soledad es un espacio necesario e imprescindible…
Cuando se encontraron, el invierno era una pincelada intensa y voraz sobre el lienzo de los días y puede que los colores tuvieran escaso protagonismo, donde la luz apenas se insinuaba como una súbita revolución entre grises y negros ilusos; pero lo cierto es que en ocasiones hace falta, es preciso, el contacto con la íntima complicidad de los espacios próximos.
José había cerrado los ojos para escucharse respirar, para intentar entenderse en medio de su propio caos. Pensaba que importa poco el tiempo que media entre suspiros cuando no existe un tictac que acompase necesidades… al final lo que de verdad importa es que a la vuelta de los días, uno termine por concluir que las palabras tienen el valor de las sensaciones o viceversa…
Escuchó el río, que discurría sin llevarse para siempre, el reflejo de los árboles que pretendían posarse sobre la piel-espejo de las aguas; escuchó el viento dibujar sonidos entre los hilos que sostenían el cielo atado al suelo y una respiración suave y pacífica que no era la que le daba la vida…
María había buscado la soledad en el rincón donde conoció los colores imaginados y los sonidos imprescindibles… María quería respirar en paz el calor de la naturaleza que descansa y acompañar, entre razones y sinrazones, la melodía de su canción favorita y que no sabía de notas ni otras parafernalias. María quería estar con María y refrescar aromas y ruidos como si fueran ráfagas de nostalgia… que lo eran.
Para cuando José abrió los ojos, María soñaba en silencio. Para cuando María miró a José, apenas unas pocas sensaciones se descolocaron. Y la soledad se quedó a hacerles compañía… grata compañía la de la soledad amiga.
José miró a María. María era frágil, sutil, efímera… casi un sueño sobre la realidad. Apenas supo creerla; pero era tan real como las aguas mansas. Había algo en aquella mirada, que parecía preguntar tras los cristales. Había esperanza y otras pocas utopías.
María se sintió observada y fue valiente, tal vez porque encontró en él una pieza rota parecida a ella misma. El, José, era un habitante raro de la realidad a destiempo, un soñador de historias sin compromiso… Fue valiente y dejó caer las primeras palabras. María se encontró con su voz surcando el rumor de las aguas e intentando llegar a José. Él las tomó agradecido, las cogió por los tallos y se las plantó entre un par de ideas que no sabía detener…
Puede que hubiera cierta condición de tal para cual, si no fuera porque no se buscaban y se querían libres y dueños del tiempo propio.
Cuando, por fin, José hizo de sus pensamientos un atado de palabras con intenciones; cierto rayo de sol ajeno, reverberaba entre aguas. María supo que decir y lo dijo. A él las palabras de vuelta terminaron por sonarle a gotas de lluvia, mágicas e imborrables…
De tantas palabras y gestos, de las que fueron testigos los límites del río; casi todas, casi todos, fueron un poco el color de la soledad compartida y otro poco las piezas que faltaban para desarmar la idea de que la esperanza no mira como lo hacen las personas.
Cuando, aquella tarde-noche, José cerró el servicio de mensajería desde el que acababa de despedirse de María, se quedó con la sensación de haber conocido un poco mejor la maravillosa soledad que llevaba dentro.
José A. Fernández Díaz