Despertabas, con la piel desnuda, bajo el sol de una primavera inventada y me contabas historias del por qué del color de la música que entraba por la ventana, que era menos cierta que el compás de tus caderas o el tacto suave del vientre donde me dejaba algo menos que la mitad de los besos que solía llevar conmigo… Por lo demás, la poesía era cosa de la paz de las palabras que se encontraban en la batalla fugaz entre sentidos. Casi siempre ganaba la ortodoxia de las metáforas escurridizas o la voraz alucinación de quien se mira desde el abismo entre párrafos desheredados.
Un día, después del amor, aquel que era yo, te juré que haber contado la mitad de las estrellas que pasaron por el hueco de la ventana, sin hacer ruido. Decías siempre que, como ayer, hoy tampoco me creías y me pedías pruebas.
“Ahora no les tengo a mano”, -contestaba siempre-.
Y siempre, antes del desayuno, me metía en ti, poco a poco…sin la prisa de los que piensan que la suerte se va entre los dedos.
Decías, mordisqueando la carne fresca de una manzana, que te gustaba soñar, mientras éramos una unión casi perfecta. Ser uno, habiendo sido dos, es magia.
Desde el día en que decidí confesarte el número de estrellas que había contado, tras salir de ti, con la respiración apurada, aprendiste a sacar la lengua mientras, casi suspirando decías: ¡mentira!...¡mentiroso! y, como dos locos agradecidos nos comíamos a versos…con lengua.
“Ayer desperté en medio de tu sueño y las conté yo”… Pero, si hoy no llueve, mañana puedes volver a mentirme…
Así pasaron algunos años, hasta que el arce que habíamos plantado frente a la ventana, se hizo grande. Entonces nos quedaban tan solo las noches estrelladas del invierno, entre las ramas desnudas del vecino frondoso…
Sabías que todo era poesía, nada era verdad de la que se puede tocar, pero si de la que se puede soñar. Tampoco las estrellas eran ciertas…algunas habían dejado de existir antes de que pudiéramos imaginarlas. Imaginarlas era cierto.
José A. Fernández D.