Aquella primera mañana, mientras esperábamos, el sol se metía por puertas y ventanas con una furia incontenible. En el interior del aula éramos desorden y ruido, dudas y temores y algo de desazón.
De repente una sombra ocupa el quicio de la puerta y poco a poco se convierte en silueta, hasta alcanzar el interior, para encontrarse con un silencio súbito y muchas miradas expectantes.
Los años se han llevado de mi memoria detalles y gestos que entonces resultaron entrañables. Aquel hombre debía rozar los cincuenta y era evidente su carácter descuidado y bonachón, muy a pesar de una mirada intensa que no conseguía esconder tras unas anacrónicas gafas de pasta densas y rectangulares.
En silencio, tras dejar sobre el escritorio, una carpeta atiborrada de folios con tendencia a escapar de unos límites absurdos… en silencio clavó la mirada en algún lugar mas allá del fondo de la clase y tras un puñado de segundos inexplicables, comenzó a hablar … recitar o declamar… a contar una historia que parecía haber comenzado algunos capítulos atrás y que, a pesar de semejante peculiaridad, tenía sentido y razones. Sin saber quien era aquel hombre, con algo de sobrepeso, la camisa por fuera en buena parte de su cintura, el estuche de las gafas en el bolsillo junto a un lápiz y un marcado acento argentino, sin saberlo, nos pusimos a escuchar y a soñar…
No habían pasado dos minutos desde que comenzara a contarnos aquella historia cuando dejó de preocuparnos o interesarnos quien era aquel hombre. Atrapados por giros y personajes con nombres atípicos, sucesos súbitos y breves, escapadas a los límites de historias paralelas con una vuelta aún mas apetitosa, olvidamos que al otro lado de la ventana era de día y que aquel lugar nuestro no era Grecia y que ninguna de aquellas personas que aparecían y desaparecían en escena resultaban conocidas o próximas.
Fue necesario que arrancara de uno de sus bolsillos, un pañuelo, con el que secó el sudor de su frente para que tuviéramos una tregua con vuelta al espacio que separa la realidad de la fantasía… Silencio mientras respiraba y devolvía el pañuelo al bolsillo, mientras clavaba la mirada en el fondo aparentemente infinito del aula.
Fuimos incapaces de articular palabra y solo queríamos que aquella historia continuara. Aquel hombre, aquel desconocido, volvió a la historia mientras mirábamos su mirada encendida, perdida, crispada, triste…sus cien miradas que no nos miraban, que estaban en algún lugar del pasado, demasiado lejos para mirar al interior de aquella aula ocupada por el humo de un sueño.
No se cuanto tiempo pasó y cuantas cosas de las que teníamos previstas, dejaron de suceder, se que para cuando decidió detenerse, tras una subida intensa y furiosa de sucesos, encontramos, desconcertados, que la realidad seguía allí y que el reloj que presidía la sala, se acercaba al final del tiempo destinado a la clase de literatura…
Recuerdo que recuperó su pañuelo por segunda vez y, mientras secaba su frente con las gafas en la otra mano y miraba con dificultad el reloj de la pared, tosió y respiró muy hondo… poco después nos miró; ahora si nos miró y decidió presentarse: “buenos días, soy Carlos y no me he inventado nada… os he contado un fragmento de la Iliada de Homero. Es cierto que me he ido por las ramas alguna vez y en algún momento, pero esto no es mas ni menos que el viejo poema épico que se explica de maravilla junto con la Odisea…”
Sonó el timbre y se despidió olvidando su caótica carpeta sobre el escritorio…
Aquella tarde apuré a mi madre para que me comprara un ejemplar de la Ilíada. Apenas pude esperar para comenzar a leer. Mi madre, recuerdo, miraba perpleja como yo, en el ascensor, rompía el papel que envolvía aquella maravillosa historia que tanto nos había gustado… Me tiré en cama y saltándome todo prólogo que encontré por el camino, me fui directamente a la historia…
Aquella historia no estaba allí… la tenía Carlos o solo el sabía ver donde yo estaba ciego.
Al día siguiente entendí que no bastaba con saber leer.
Carlos me enseñó a vivir las historias escritas y a escribir las historias vividas con la pasión de quien lo hace para sentir que el tiempo tiene proporciones infinitas cuando se construye con la imaginación.
José A. Fernández Díaz.