Amar, amar, no se amaban mucho pero tenían la nada despreciable virtud de levantar las envidias de entre los escombros. Quizás o tal vez, puede, que la ciudad en que habían aparecido para vivir tuviera cierta tendencia a estar poblada por bípedos con existencias mas bien aburridas como cualidad y tristes como calidad.
Se habían construido con los cantos rodados de mil ruinas una inútil buena reputación para disfrutar de los días que sin duda los iban haciendo cada vez más viejos y decididamente conscientes de su creciente ignorancia. Habían aprendido que la edad inflamaba el conocimiento de más dudas que otra cosa y, sobretodo, de desconciertos a la luz de las lunas.
Viajaban a pie como si nada y, como si nada, nadaban a contracorriente para demostrarse cuanto cuesta apagar la sed con promesas y el hambre con el aroma de comidas que nunca supieron estar. Viajaban sin salir de entre los lomos de sus viejos libros de viajes contados por otros que tampoco estuvieron allí… y se conformaban con deshacer las maletas de los vecinos de al lado… solo eso y hurgar en el invernadero del patio posterior hasta dar con un puñado de cogollos relajantes y hacer de un simple pastel una fiesta para no olvidar en un par de lunas.
Amaban, aparentar que se amaban; aparentar entre ellos y en presencia del espejo. Al espejo con nombre que nacía sobre el suelo y viajaba intangible hasta por encima de la ventana con vistas a una ciudad dormida. Tarkovsky, el espejo, había reflejado desnudeces y estupideces, sandeces y a veces, pudiendo no rimar, placeres audaces, unas veces en blanco y negro pero casi siempre en color…
De tanto amarse de mentira terminaron ilusionados de ilusionar y desnudos de verdad, sin olvidar dar al traste con todo cuanto nunca aspiraron a ser. Y los vecinos a seguir inventando o creyendo inventos compartidos a lo largo de charlas sin principios ni fines, de esas que solo valen para pretender hacer de la vida de los otros un monumento al despropósito… apropósito de actitudes deshonestas y miserables anécdotas contenidas por las paredes de cosas que nunca fueron… Y cuanta mierda para dibujar, con la mano, una vida poblada por falsas virtudes, desvirtuadas por la incoherencia de cuerpos acostumbrados a vivir de los muros rotos de lo otros.
Amar, amar, no se amaban nada… nada de nada; pero contaban a los otros con ganas o no de oír y escuchar, que aquella vida abordada y ocupada, robada a otros, tenía todas las virtudes imaginables y también inimaginables. Viviendo de mentira, mintiendo para respirar, iban desviviendo el tiempo pautado hasta el final de la farsa o de la vida… lo que llegue primero.
José A. Fernández Díaz