Para cuando descubrió que la vida era eso que sucedía mientras actualizaba su estado en el facebook, apenas quedaban corazones que herir, miradas para avergonzarse, mentiras para inventar y bien poco de esa amistad que nunca conoció.
La vida como defecto había encontrado sus propios límites en las miserias que disparaba a matar, contra los cuerpos inocentes de todos aquellos que pretendían mirar por la ventana. Se emborrachaba con la náusea de los otros y la impotencia de los demás… disfrutaba de aquella fiesta inventada y anónima, confeccionada palmo a palmo a golpe de verbos enfermos y encendidos de rabias inexplicables.
Gozaba de una pretendida capacidad para agredir sin decir nombres, urdir e inventar, sin ser culpable nunca, falaces construcciones determinadas a devastar la paz y la buen fe de los otros.
De la vida propia no había dejado nada reconocible. Todo tenía un lado opuesto, una verdad tras su mentira o una mentira tras su verdad, sin que, al final, el conjunto no fuera otra cosa que algo distinto a una vida de verdad.
Para cuando aprendió a despertar, la red, social, se había convertido en el suicidio permanente de la única verdad que le quedaba por convertir en mentira: el nombre que sus padres le habían dado.
José A. Fernández Díaz.