Entonces, en aquellos tiempos, yo era ágil y versátil, frágil y molesto, tanto que terminé por acostumbrarme a que la gente me apartara con un manotazo.
Cuando la vi por primera vez era mucho mas que un hermoso cuerpo entregado a los rayos del sol sobre la arena de mi playa favorita. Era música, perfume, rima…todo. Breve melena negra, ojos negros, labios para cantar canciones de sirenas. Demasiado perfecta para ser verdad.
Me tendí a su lado y luego, tonto de mi, loco de súbito amor, recorrí su piel, tímidamente, con la mía. En cuanto se percató descargó el peso de su mano sobre mi hasta convertirme en un desagradable amasijo sin vida. Terminaron mis días como mosquito e inmediatamente una nueva reencarnación me metió en la piel de un poeta urbano, escritor de difusas historias sin principio ni fin, que trabajaba en una oficina unas pocas horas al día y también en un colegio impartiendo clases de música.
Esta vez tampoco hubo suerte. El cuerpo que me tocó pertenecía a un ser demasiado ocupado en soñar para percatarse de que la belleza importa y si bien tal condición la tienen solo unos pocos, no deja de ser cierto que algunos cuidados pueden engañar la vista de quienes pueden ser seducidos potencialmente y llegar a gustar. Pero mi nuevo cuerpo estaba calvo y canoso, gordito, con gafas y no demasiado alto… Nada del otro mundo, evidentemente…
Me inventé unas rutinas con el fin de convencer a mi destino de cuan triste y lamentable era mi nueva coraza… y no solo no mejoré sino que además comencé a hablar solo. Disimulaba bien cuando alguien se acercaba, eso si, cantando la primera tontería que se me ponía a mano.
Un día creí estar soñando cuando, desde el interior de mi coche, observo como de un mercedes se baja aquella mujer que me hizo soñar y morderla hasta morir… Tenía en su mano un cigarrillo y fumaba tranquilamente. Tremendamente elegante y atractiva miraba de vez en cuando para mi coche. Yo avergonzado dejaba caer la mirada sobre el salpicadero, tapizado de polvo, de mi viejo cacharro. Aquel episodio se repitió en varias ocasiones hasta que un día, decidido, abandoné la cálida seguridad de mi pecera para acercarme a ella y hablar…
Realmente era amable, grata en el trato y sonreía.
No me extrañó nada su cambio de actitud cuando, tras preguntarle si no se acordaba de mí, le espeté en tono lapidario:
“Que sepas bellezón, que muy a pesar de lo delgada y atractiva que estas tienes el colesterol disparado y el azúcar se te está yendo de las manos”…
José A. Fernández Díaz.