Porto, a reventar de sol, ruidoso, oloroso, inolvidable, claro… entrañable…
Cerré los ojos para encontrarme más cerca de esas mil sensaciones mágicas de las que nos despista la mirada. Cerré los ojos sentado en el bordillo de una fuente, donde el agua fresca, empujada por la brisa, y su rumor tímido, me pusieron a soñar… Esto debe parecerse mucho a la felicidad, pensé, tal vez… tal vez solo lo pienso ahora…
Cuando abrí los ojos ella, la bailarina, estaba atravesando la gran plaza en la que yo descansaba. Hermosa, parecía flotar sobre los adoquines, mientras caminaba bailando, moviendo los brazos suavemente, rozando el aire, como si quisiera volar…
Llevaba, me fijé, unos audífonos muy pequeñitos, que apenas se veían entre el ir y venir de su pelo… Cerraba los ojos algunas veces y otras miraba con ausencia, los coches, molestos habitantes de una ciudad mágica, el tranvía pacífico y cargado de nostalgia, la gente atrapada por sus efímeras circunstancias, los edificios cargados de historia, las calles por donde pasan días y noches una y otra vez como si fueran horas perdidas… y bailaba suavemente, navegaba sobre una música que imaginé poblada de violines y flautas, de tambores lejanos, disfrutaba de la tarde y yo con ella, reconciliándome con el carácter de las ciudades, por donde navegan personajes anónimos en barcazas atiborradas de sueños y pesadillas, de pasiones y miserias, de amores y desamores…
Ella bailaba, bailaba aislada y feliz sobre el escenario pacífico de la tranquilidad interior, bailaba una música que yo no podía escuchar, pero si imaginar. Me hubiera gustado saber cuál era la banda sonora que acompañaba sus pasos y aquellas graciosas caricias al aire… me hubiera gustado…
Justo cuando pasó a mi lado, llegó a mi una mezcla de aromas gratos y bien conocidos; flores, madera, incienso… venían con ella y me invitaban a cerrar los ojos otra vez y perderme en algún bosque poblado por mágicos seres inventados y los sonidos del silencio. La miré con timidez a los ojos cerrados y al gesto feliz de su boca… también tuve tiempo para percatarme de que los audífonos que llevaba no estaban conectados a ningún aparato…la clavija jugueteaba acompañando los movimientos de su cuerpo, tan libre como ella misma…
José Angel Fernández Díaz