He de reconocer que casi siempre era el último en salir por una única razón; sabía que me iba a encontrar con aquel maravilloso perfume en el ascensor, con aquella esencia que me comunicaba con la economista más sexy a este lado del planeta. Esperaba a escuchar las dos vueltas de llave en el piso de al lado e inmediatamente comenzaba a apagar los equipos, las luces y tirar de la cadena.
Aquella noche me tocaba llevar trabajo a casa; había hecho acopio de un puñado de nuevos decretos destinados a dinamitar definitivamente los derechos de los trabajadores, las mujeres, los niños y todo lo que no fuera animal político, con el objeto de leer e impregnarme del furor indomable del gobierno de turno, para luego ser capaz de explicar a los clientes el lugar justo donde se situaban los precipicios… Llevaba material para una larga noche de placer masoquista. Justo cuando ordenaba las fotocopias y cargaba la grapadora, escuché la puerta de mi vecina. Inmediatamente suspiré e inicié la retirada. Me gustaba saber que la última sensación que me llevaba del edificio era aquel grato perfume que ocupaba el rellano, la atmósfera del ascensor y brevemente la del pasillo hasta la puerta de salida.
Mis tres últimos gestos, tirar de la cadena, mirarme al espejo y apagar las luces fueron mecánicos que apenas fui consciente hasta que, con mis decretos en la mano, el perfume en el rellano y mi llave girando lentamente en la puerta me dediqué a soñar.
Pulsé el botón del ascensor y con los ojos cerrados esperé sin prisa. Era capaz de reconstruir aquella mirada, aquel modo gracioso de decir buenos días, la música de sus tacones… En el ascensor aquella esencia era intensa, tanto que con cierta facilidad llegaba a posarse sobre mi piel y venirse a casa. Pulsé el cero y pronto la máquina se puso en marcha. De repente un ruido extraño, las luces se apagan y el ascensor que comienza a caer…
Perdido en la oscuridad de aquel habitáculo, respiré hondo y dejé que la vida me ofreciera un último resumen. Pasaron por mi memoria aquella primera vez, también la segunda que, por cierto, estaba a punto de convertirse en la última… tampoco es que hubiera aprovechado mucho la vida pero…
En medio de aquella reflexión me percaté de que mi cuerpo perdía su contacto con el suelo y había comenzado a flotar en la oscuridad. Inmediatamente aparecieron las primeras estrellas tan vivas y brillantes que casi podía tocarlas. No había ruidos, solo, inexplicablemente, aquel perfume. Me encontré con las pléyades, Marte… Venus… la Luna… y esas otras lunas de las que tanto había leído entre decreto y decreto. La verdad es que apenas se me ocurrió preguntarme el por qué de aquella particular odisea en el espacio y mucho menos como había llegado allí desde la caja de un ascensor… Es probable que los del mantenimiento dejaran algún cable suelto o algo así.
De repente, mientras miraba a Venus con atención, noté como se agudizaba el perfume y cierto inexplicable sabor a fresa se me antojaba en los labios... Cuando abrí los ojos me encontré con una deliciosa melena castaña rozando mi cara, unos suaves labios dulces sobre la piel de los míos y una voz más que conocida, soñada, que insistía en decirme respira, respira por favor…
José A. Fernández Díaz