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4 agosto 2014 1 04 /08 /agosto /2014 01:59

 

puesta-aveiro.jpg                Había olvidado como era amar. Había amado tanto y de tantas maneras que,  sin saber como,  un día se quedó con la última como si fuera la definitiva y no volvió a reconocerse alcanzado por aquella curiosa sensación de abandono hasta que una tarde, entre horas de luz y tiempo de oscuridad, se encontró con una voz mágica que, recorriendo el paisaje poblado por las ideas dibujadas sobre un viejo  libro, leía al sol moribundo una historia habitada por dos locos viajeros de camino a ningún lugar común y corriente.

                Escuchaba en silencio y con ruidoso  placer el ir y venir de las palabras ajenas dirigidas al horizonte ocupado por una hermosa puesta de sol. Hubo un momento para decidir no ser un intruso y así se acercó a aquella mujer con la intención de agradecer tanta belleza. Ella no se inmutó. Continuó leyendo y compartiendo el discurrir de aquella historia mientras el, miraba un pequeño grupo de patos que, en formación, nadaban al pie del sol que se alargaba sobre las aguas. Justo cuando la esfera se había ocultado tras el horizonte y el cielo estaba coloreado mas por la memoria que por otra cosa, justo cuando la luz era grata para cosas bien distintas a la lectura, justo entonces, aquella mujer dejó caer poco a poco y casi de memoria las  palabras que habitaban en la última página de aquel libro. Muerto el día y la historia al tiempo con una sincronía increíblemente grata.

                Había luz para mirarse a los ojos, había cielo para sonreírse y aún para reconocerse toda la vida, como si la vida se preocupara de tales trivialidades. Entretanto el mundo no paraba de construir historia… la vida, al fin, sigue tras las puestas de sol y en medio del amor nuevo, por muy extraño que pueda parecer… Se miraron  a los ojos con  inocencia  gastada y algo de nuevo deseo, sin palabras pero con la respiración algo agitada y algún que otro suspiro comprometedor.

                Se conocían o no … no se conocían o si pero como si no. Tampoco importaba demasiado una u otra cosa. Aquello era nuevo y también viejo a la vez. Un poco de cada cosa para revolver la memoria. A el se le antojó explicar por que estaba allí y no en otro lugar o preguntar cuales de todos los nombres inventados no tenían nada que ver con el de ella… o si era dueña de aquella puesta de sol o del tiempo e incluso si sabía cual era el precio de aquel sueño. Pero no hizo nada, no dijo nada, no preguntó nada. Se limitó a estar y aspirar a que fuera ella quien diera el primer o último paso. Ella también fue silencio agradecido, voluntarioso silencio. Pero miraba al espejo de los ojos que la miraban con las mismas dudas y también con el mismo deseo… deseo.

                El dejó caer una mano sobre el muro de piedra donde ella había dejado su libro sin abandonar el último contacto. Se encontraron piel a piel sobre el contenedor de la historia que ella leía. El acarició suavemente la mano apoyada sobre el libro mientras la grata brisa  de la noche se deslizaba por entre las ramas de los árboles y agitaba las hojas.

                En aquel momento a lo lejos, en una de esas fiestas populares que invaden el verano, traído por el viento,  comenzó a sonar un viejo bolero …”quizás, quizás, quizás … y así pasan las horas…”   Bailaron abrazados para no olvidar, acariciaron los sentidos con el filo de la noche para encontrarse, no se supieron hasta que no pudieron mas y cuando  ya no eran dos sino uno entendieron que se sabían que habían perdido la vida como la conocían… Perdidos decidieron despertar juntos como si no hubiera habido un antes. Huyeron de la vida abrazados al sueño donde se encontraron. El amaneció sin vida junto al otro habitante de la habitación del hospital y ella en una vetusta calle de una ciudad cualquiera con un viejo libro leído una docena de veces abrazado para siempre.

                José A. Fernández Díaz

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  • : El blog de atrapado-en-la-esquina-verde
  • : Allí donde los verdes son variados e intensos, los mares furiosos algunas veces y otras tan pacíficos que son como el cielo azul, allí donde la tierra tiene antojos, perversamente montañosa algunas veces, suave y generosa otras, escarpada y escabrosa cuando quiere, fértil siempre; donde el sol se esconde enamorando la mirada o encogiendo el corazón. Aquí estoy gustosamente atrapado y describo el reflejo de mis profundas intenciones... Desde Galicia, mi esquina verde.
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