La lluvia, otra vez la lluvia y el viento y los cielos grises, los días cortos… el otoño y luego el invierno…
La lluvia, el rumor del llover manso y fragante, generoso y persistente llenó aquella tarde suya, plagada de ausencias, con ruidosos recuerdos tocando a la puerta de la memoria, con pasión desmedida y desbordante.
Su mesa, al lado de la ventana; la ventana abierta a la naturaleza intensa del exterior… el café oloroso y apetecible mezclándose con la paz interior y las sutiles notas de un adagio, navegando entre las luces austeras de la tarde … maravilloso escenario para explicar a un tremendo papel en blanco las razones por las que el amor duele cuando es egoísta, hasta herir de muerte a quien lo siente latir con una fuerza sin límites.
Había dedicado sus silencios a amar hasta romperse en miserables alegrías e inmensos vacios. Quien sabe como hubiera sido si otra cosa distinta a los silencios hubiera poblado el espacio entre cuerpos, entre el suyo ansioso y enamorado, y el otro deseado y … ¿lejano?... Complicado saber, difícil descubrir como hubiera sido sin intentarlo; pero intentarlo, habría sido matarlo definitivamente, tan solo eso, una forma de alejar lo poco que tenía para disfrutar del placer de su perfume, mitad piel, mitad colonia … compartida… de aquellos suspiros sin dedicatoria o el tono de su voz, el calor de sus palabras … la mirada…
Temía perder lo mucho o poco que tenía, pretendiendo alcanzar un imposible… Encontró que había llenado con el nombre que amaba el espacio tortuoso del papel en blanco…Aurora, Aurora… una y otra vez, hasta rozar el límite y quedarse con ganas de gritarlo por la ventana, atado a un “te quiero”, sin miedo, sin dudas; tan grande como el cielo triste de la tarde…
Tenía una foto sobre la mesa; una foto de grupo… ella estaba allí, sentada sobre la arena junto a los niños que tanto adoraban… ambas, ella y Aurora, miraban al cielo de la primavera sin palabras…
José A. Fernández Díaz