Los poetas nacen y se hacen. Es por eso que, cuando no encuentran razones o motivos, la poesía se muere…
Aquella ciudad, en la que había aprendido a vivir, tenía un poco de todo y las cosas de cada día tenían cierto aire de normalidad que, en realidad, no lo era tanto , pero que dejaba discurrir los días sin grandes o tortuosas peculiaridades. Había tiempo y ganas, deseo y razones para colmar las ansias de un poeta.
Las ciudades respiran, despiertan, duermen, huelen; son nostalgia, agobio, miedo, felicidad. Aquella ciudad, capital de un país rico y pobre al mismo tiempo, tenía todo eso. En sus calles convivía el caos y cierta paz, la inseguridad y algo de olor a alegría, los rascacielos y las casitas bajas de techos rojos con frescos patios; algunas veces llovía y siempre amanecía sobre el Avila, hasta inundar de luz el Valle…
Entonces, allá por los ochentas o algo antes, la vida no era fácil, nunca lo es, porque la suerte es un animal travieso y efímero; pèro aquellos años los recuerdo, tal vez por la edad, de encuentros permanentes con una realidad dura para los que no tenían nada y que hacían ciudadelas de zinc y cartón, de maderas viejas y en el mejor de los casos, ladrillos o bloques que desafiaban la gravedad… aquellos barrios echaban raíces y crecían cerro arriba, como si buscaran el cielo.
Existía cierto equilibrio, cierto inconformismo controlado, necesidades cubiertas a golpe de imaginación o picaresca… Picaresca que, para quienes tenían poder se traducía en corrupción… La vida, a pesar de todo, dejaba espacio para la belleza y, entretanto, para la imaginación de los poetas. Cierta paz necesaria iluminaba la ilusión y el día a día fluía con algo de esperanza.
En aquellos tiempos de adolescencia y ensayos permanentes, se encontró con que tenía ganas de escribir, de explicar esas aventuras que le nacían dentro, esas historias de caballeros y damas, damas y caballeros, soñadores entre nieblas y mares, rosas rojas, blancas y hasta negras. Escribía cosas aprendidas, sueños encontrados entre calles, donde la gente vivía aventuras mas interiores que otra cosa. Contaba amores que nacían de los sueños, algunas veces húmedos de pubertad y también de dolor, hechos de lágrimas y nostalgias; desaires verdaderos y colinas conquistadas… Entonces había música en las calles y en los corazones; estupendas bandas sonoras para los soñadores … Sonaba aquel “Solo pienso en ti” de Guillermo Dávila… Había poesía y motivos…
Pasaron los años y ese inconformismo justo, necesario, digno, cambio las reglas del juego. Al principio valió la pena. El poeta se hizo hombre y sus textos ya tenían el sabor de cierta experiencia. Había reflexión y hasta moralejas. La vida en aquella ciudad seguía siendo cosa de todos.
Con el tiempo, el poder, que no es uno solo, se defendió del poder, hiriendo de muerte la esperanza. Se hicieron bandos y frentes, el odio se hizo institucional y se contagió a las calles. Los hombres , que no saben entender que la esencia del poder está en el empleo de la razón, perdieron la capacidad de escuchar al pueblo y violaron sus ideas hasta hacer con ellas amasijos de vergüenza ajena…
El poeta perdió la palabra, las ganas, la esperanza. Tenía hambre de muchas cosas, sed, mucha sed, del vino que atrae a las musas… El país tenía por bandera la locura y el disparate, había dolor en las decisiones que herían a los que ya no tenían nada. La esperanza estaba en la huida; pero la huida no tenía norte.
Cuando se encontraba con viejos textos, viejas fotos, se le llenaba el corazón, como si hubiera escapado, como si el tiempo se hubiera plegado y fuera posible volver… Al despertar, de vuelta a la realidad, sentía que el silencio se hacía grande, inmenso, interminable.
No sabía escribir sobre el odio, la rabia… Se había hecho con la esencia de los poetas dulces y se moría en silencio sin saber que hacer. Acaso el amor que alcanzaba a arrancar algo de felicidad, inspiraba ligeros versos que se llevaba el viento de la tristeza grande e inmediata…
Los poetas nacen y se hacen… los poetas mueren de silencio.
José A. Fernández Díaz