Y diciendo, “en tus manos encomiendo mi espíritu”, se dejó caer, de un tirón, un baso largo de agua de fuego, sin hielo ni otra compañía, en la boca con la que una o dos horas antes, había intentado besar a la ´última mujer de su vida.
Justo después comenzó el relato de una historia que me había prometido… Mientras hablaba, miraba al fondo, donde uno debía imaginar un lugar en el que las cosas, los acontecimientos, las horas y los años, se iban quedando atrapados …
“Era la segunda o tercera vez que coincidíamos en aquella playa… y en cualquier otro lugar próximo a la realidad de todos los otros. Yo me la había encontrado en sueños … pero sólo dos o tres veces en la realidad.
Yo vuelvo a la playa, cuando todos los demás se han ido. Amo el mar con egoísmo, con ganas de soledad. Tiene mucho de libertad, cuando es sólo para mi y mucho de infierno, cuando yo soy uno más…
Cuando el sol ya no calienta, la playa, el mar, vuelven a ser lugar para la poesía, para la reflexión y… solo entonces me siento atraído.
Ella llevaba de la mano una breve cuerda, con la que iba dejando una huella simple y concisa. Se comportaba como si en el otro extremo llevara atado algo. Hablaba, cantaba… cantaba, creo.
Por mi parte aquello, como rareza, era aliento para el cansancio con el que miro la monotonía que me rodea. Todo apenas hubiera ido mas allá si no fuera porque ella decidió mirarme directamente a los ojos. Los ojos, algunas veces, son un lugar prohibido, otros , una ventana abierta para gritar dentro o fuera.
Puede que fuera la playa, la soledad; puede que cualquier cosa, pero lo realmente cierto es que comenzamos a hablar. Hablamos en términos nada triviales, sobre la evidencia de un día que apuntaba a su final y, además, sobre el extendido dilema de los funambulistas desahuciados. Aquello ultimo explicó el por que de la cuerda que arrastraba y que efectivamente, pretendía estar al otro lado de su pasado.
Parece que al otro lado de la cuerda, seguían estando las ganas…
No supe que decir, pero me gustaron los labios que me contaban aquellas cosas e inmediatamente se lo confesé. Me miró, al tiempo que preguntaba por qué los labios y los ojos no… Contesté, sin apenas pensar, que los ojos ya los tenía y los labios me apetecían …
Se excusó explicando que en aquel momento los estaba utilizando para hablar… que no me sintiera despreciado, pero que necesitaba hablar.
Entiendo –dije, sin confiar en mi respuesta; pues por supuesto tengo algo de mentiroso eventual.
Tras un “sin embargo”, me ofreció su mano derecha y así paseamos cogidos un poco de su pasado que arrastraba sobre la arena …
Creo que ninguno de los dos sabía bien a dónde iba o si quería ir a algún sitio.
Tras andar en silencio un buen rato, miré atrás y no supe entender por qué razón sobre la arena se habían ido dibujando, una línea continua, a un lado las huellas de unos pies que iban y al otro las que llevaban nuestra dirección… ¿nuestra dirección?... Uno de los dos había equivocado el camino…
Al final del camino no hubo beso, tampoco palabras de despedida. Ella quiso regalarme su cuerda. Entendí que no tenía demasiado sentido perderme otra vez…”
Aquella era la historia. Me temo que se descubrió demasiado ajeno a la realidad en la que nos encontrábamos, para reconocer que eran sus pasos los que habían equivocado el camino y que ella no besaba en la boca a malos conocidos…
José A. Fernández Díaz