No sé bien en qué año sucedió, pero lo cierto es que nuestra vida, la de mi hermano, mis padres y la mía, cambió. Recuerdo a mi padre con ella en los brazos; tan pequeñita y peluda. Nos dijo que era un pastor alemán; pero no se parecía a los que yo conocía o había visto alguna vez, y es que Diana era especial, era albina… No sé bien por qué decidimos llamarla así, Diana, pero me gustó que tuviera un nombre de persona, al fin iba a ser parte de nuestra familia.
Diana se hizo dueña de nuestro hogar inmediatamente. Crecimos juntos, inventando juegos y travesuras; una de estas últimas, cabreó a mi padre, tanto que decidió llevarse a nuestra perra a su taller, que en realidad no estaba demasiado lejos del piso donde vivíamos. Llevaba con nosotros una o dos semanas y, como es lógico, provocaba grandes problemas. Una mañana se la llevó para que viviera en su taller. Para verla tendríamos que visitar el lugar de trabajo de nuestro padre. Lo curioso es que pocas horas después estaba de vuelta en casa, en un séptimo piso, una manzana más allá del taller de mi padre… y sola, completamente sola. Huyó sin que mi padre se percatara, buscó el edificio, esperó a que alguien abriera la puerta, se coló y subió hasta nuestro piso, allí ladró hasta que mi madre, perpleja, la encontró al otro lado de la puerta… Fuimos infinitamente felices al volver del colegio. Todos entendimos que aquella era su casa y que nosotros éramos su familia, para siempre.
Llevábamos a Diana con nosotros siempre y este siempre suponía que nuestro coche fuera siempre muy grande. Diana se convirtió rápidamente en un hermoso ejemplar gris muy claro y de pelo largo y sedoso, cariñosa e inteligente en extremo… con una mirada inolvidable. Un día tuvo un collar, con una pequeña placa en la que papá escribió Diana, un collar que jamás estuvo unido a una cadena…
Una noche cualquiera hace más de treinta años mis padres decidieron volver a España; volvíamos todos, Diana, que ya era mayor, también, claro. Entonces nuestra perra estaba un tanto pasada de kilos y nos tocó ponerla a dieta. Recuerdo que la acompañé en aquella novedad. Cuando nos tocó viajar lo hicimos con algunos kilos de menos… Mi billete costó lo mismo el de Diana nos resultó muchísimo más barato. Cuando nos reencontramos en Vigo, lloramos mientras nos relataba a su manera el suplicio por el que había pasado, metida en una jaula, de avión en avión. Nos acompañó en un largo viaje en coche hasta Ferrol y luego a Valdoviño…
La recuerdo campando a sus anchas alrededor de la casa de mis padres, feliz entre árboles y pisando la tierra fresca tapizada de mil verdes… la recuerdo durmiendo al pie de mi cama como lo hacía en Caracas.
Una mañana amaneció especialmente cansada… le ofrecimos todos los mimos y cariño del que fuimos capaces… una mañana, gris y fría de invierno nos dejó… Yo tenía 19 años, Diana, había acompañado mi niñez, la dura adolescencia y momentos inolvidables en los que nunca faltó aquella compañía, aquel saber estar siempre, aquella forma de mirar… Nos hirió su ausencia con un dolor que duró mucho, mucho tiempo…
Hace algún tiempo me encontré, en el desván de la casa de mis padres, con aquel collar donde papá había escrito “Diana”… Una ola de recuerdos me alegraron el día… Diana, llenó buena parte de mi vida con fidelidad y cariño sincero y gratuito.
José A. Fernández Díaz