Cuando dejó de encontrar palabras adecuadas se abandonó a ser conquistado, para siempre, por el silencio. Es cierto que no fue tan fácil como puede parecer pero no menos cierto que acostumbró rápidamente todos y cada uno de los sentidos a ser parte de una nueva e inútil versión de si mismo. Condenó a cadena perpetua ideas, sentimientos y sensaciones para carecer de cosas que contar… dejo de ser y estar.
Apagó para siempre su teléfono móvil, la televisión, tiró a la basura el ordenador y las llaves de casa y coche… se fue a dormir sin ganas de despertar. Cuando estaba tapado hasta las cejas bajo las mantas recordó que no había dado de comer a los peces… los peces… ¿qué hacer con los peces. Abrió la puerta de la entrada, colocó una zapatilla para que no se pudiera cerrar de súbito y quedar atrapado fuera para siempre; tomó un papel y escribió una breve nota que junto con la pecera llevó hasta la puerta de su vecina… dejó todo frente a la puerta de entrada de aquella amable anciana. Volvió a la cama y decidió intentar dejar de respirar hasta morir de aburrimiento. Consiguió dormirse pero tan solo para soñar, sin tregua, que la realidad de la que huía no paraba de perseguirle y aplicar zancadillas, despertó y tras mirarse un buen rato al espejo concluyó que el problema estaba en su cabeza. La vida es lo que sucede mientras pensamos que las cosas buenas nos van a esperar siempre y lo cierto es que la vida pasa y pasa hasta que se apaga. Se puso una copa de su mejor tequila reposado, buscó su viejo ukelele, se desnudó y bajo la luz de alguna que otra estrella que podía ver desde la terraza comenzó a cantar “somewhere over the raibow” …
Por encima de la pared que separaba su terraza de la de su vecina asomaron unos hermosos ojos y poco después unos labios, que también dibujaban el contorno de las palabras que ilustraban la canción que el cantaba. Cantaron juntos hasta que una de las cuerdas se rompió… luego, como único remedio a mano, bebieron e hicieron el amor sin dejar de suspirar. Irremediablemente llegó el amanecer de un día cualquiera entre un lunes y otro lunes; pongamos que fue domingo, un domingo de primavera y una primavera eterna, sin promesas ni otra cosa. El aprendió a hablar otra vez y se inventó un idioma nuevo que solo ella era capaz de entender. Decidió que ella iba a ser su interprete a lo largo de la primavera eterna y las semanas sin día definido. Ella dijo si… pero primero tómate la medicación.
José A. Fernández Díaz.