Amo el ritmo de los “te quiero” que ya no me dices y la melodía desencadenada de los “hola y adiós” tan frecuentes como el ir y venir de los días. Sé que soy un soñador empadronado en el límite justo entre el empedernido y el no va mas. Y es que tu me has enseñado a reir mis tristezas y a suicidar alegrías en nombre de dioses menores que pueblan tu templo.
Añoro aquellos tiempos en que te miraba a los ojos con el pensamiento apagado o fuera de cobertura. Aprendí a no saber entenderme para ser capaz de no sufrirte y a imaginarte para desdibujar la realidad a la vista. No se si alguna vez supiste decir “te quiero” cuando escuché que ya no había otros hombres sobre la piel de la tierra.
Tengo una gran imaginación, inútil para amasar realidades pero estupenda para destrozar mentiras. Yo te inventé como si tuviera ganas de respirar el aire de uno de esos días invadidos por la felicidad. Yo te invadí como si no supiera que eras toda de arenas movedizas y pocas palabras donde agarrarme… terminé donde nunca debí haber empezado. Escuché algún “te quiero” que seguramente era de otro.
Nunca sabré si supiste amar…me. Siempre sabré que nunca aprendiste a leerme entre líneas pero si a reescribirme en renglones torcidos. Se que nunca supe decir “no” a tiempo ni “tiempo muerto” a modo de premonición. No se si un día me quise morir de vida vacía o alguna otra enfermedad del catálogo inédito de males congénitos, que afectan a la vida de los soñadores a tiempo completo.
Te quise en serio hasta perder el juicio. Con mi razón embargada y sin blanca para reflejar la luz del sol, trasladé mis miserias a los bajos de un puente. Aprendí a mirar la vida desde abajo y se me antojó pícara y sin ropa interior. Un día me miró a los ojos para gritarme: “Despierta estúpido, despierta y aprende que el amor o es de dos o de ninguno”…
José Angel Fernández Díaz