La belleza tiene algo de experimento con sustancias peligrosas. Quizá lo mejor es que tiene mucho de relativa y poco de verdad incuestionable…quizá no.
Matías y Pedro eran algo mas que amigos. Se ganaban la vida con un trabajo duro; de esos que la sociedad llama “de hombres”. Eran albañiles y no temían a las alturas, al frío o a la lluvia; tampoco al calor intenso en verano o al viento. Solo tenían miedo al que dirán y por eso ocultaban no solo su condición de pareja sino además, sobretodo, su homosexualidad.
Matías y Pedro se gustaban, se querían y se amaban con locura y en silencio. En el trabajo eran dos buenos amigos que hablaban de futbol, mujeres y política. Disimulaban lo que desde la santa inquisición algunos iluminados insistían en llamar “enfermedad”. Maldita ignorancia que solo alcanzaba a herir por herir a quienes actuaban con la naturalidad nacida de lo mas profundo de su esencia.
De tanto disimular habían aprendido a confundirse entre los que se consideraban normales e incluso a comportarse como si no tuvieran otros gustos o deseos.
Un día, mientras comían sentados y alineados sobre unos tablones, mirando a la carretera, se encontraron con que se aproximaba una hermosa morena, de andares seguros y mirada huidiza. Hermosa hasta llenar el espacio de muchos sueños. Enseguida codazo a codazo se fue anunciando la llegada y enseguida comenzaron a brotar silbidos y piropos mas bien lamentables y anacrónicos. Matías sintió que no podía guardar silencio y mirándola a los ojos concentró toda su pasión en recordar los de Pedro hasta disparar con palabras cargadas de poesía… inmediatamente se sintió fuera de lugar pues su voz, sus maneras, todo había rozado ciertos límites inadmisibles en aquellas circunstancias. Ella lo miró mientras se alejaba y de alguna manera frenó en seco risas y comentarios cargados de despropósitos. Pedro la despidió silbando una de vaqueros… el bueno, el malo y el feo…
Aquello se repitió una y otra vez durante un buen puñado de días y cada vez que Matías decía algo, y siempre lo hacía, se trataba de una frase cargada de pasión y deseo pero dibujada con tonos sutiles y delicados, marcada en el lienzo de la tarde a golpe de versos atrapados en una suerte de farsa con destino a la persona equivocada. Ella miraba siempre en silencio y con gesto agradecido.
Un día aquella mujer apareció por el lugar de la calle donde normalmente desaparecía. Todos la miraron en silencio, perplejos y desconcertados. La costumbre tiene esas cosas difíciles de explicar. Ellos volvieron a su comida y a las charlas habituales sobre temas y opiniones algo previsibles. De repente un codazo inició el efecto de un silencio súbito. A lo lejos podían ver a la hermosa morena acercarse con una rubia no menos hermosa cogida de la mano. Justo cuando llegaron a lugar donde los obreros comían, enfrentaron sus caras y les dedicaron un largo y apasionado beso boca a boca.
Matías tragó el último trozo de bocadillo que masticaba, tomó a Pedro de los hombros y con la mirada fija en la de aquellas mujeres, le planto un beso que comenzó por saber a Cocacola y terminó por recordar a los que compartían en la intimidad. Aquel beso también fue largo y apasionado, una réplica del que antes dedicaran aquellas dos mujeres. Tras el beso un curioso silencio ocupado con el ruido de fondo de una ciudad cautiva y luego la voz de Matías que no tenía miedo cuando dijo:
“Tenéis razón, cuanta razón tenéis…”
José A. Fernández Díaz.