Llovía, aquella tarde llovía con cierta cadenciosa intensidad… Las horas para mi discurrían tras el cristal… Aquella edad mía impedía que tuviera muchas opciones. Tenía, creo, siete, tal vez ocho años… recuerdo que llovía. Con nitidez acude a mi memoria la imagen de una ciudad, la de Caracas, bajo una lluvia constante y ruidosa, incluso mas que la propia urbe. Pronto las calles acusaron un exceso inadmisible y así los coches navegaban mas que circulaban… En la televisión, en Radio Caracas o Venevisión… tal vez Venezolana de Televisión, anunciaban los daños provocados por la crecida del río Guaire… Ese al que solo llamaban por su nombre anteponiéndole “río”, cuando acontecían las crecidas, con las consabidas desgracias humanas… el resto del tiempo era el Guaire, sin más… Era difícil imaginar que aquella cloaca, en algún lugar perdido del tiempo, hubiera sido un hermoso río donde los caraqueños se bañaban y donde la vida se asentaba apacible en sus hermosas riveras… La costumbre mantuvo la tendencia a vivir al pie del río; pero para cuando yo lo conocí, eran asientos de miseria y marginalidad… Las crecidas, en medio de las lluvias, se llevaban vidas como si fueran cometas en el cielo…
La ciudad colapsada y el cielo a descargar…
En la calle, los paraguas huían presurosos a todo color… Mientras un rayo rompía al fondo sobre una de las muchas colinas del Avila…poco después un trueno se imponía sobre los mil ruidos que nacían en el fondo del valle de Caracas… Entonces la vi, bajo un paraguas rojo, cubierta por una chaqueta con caperuza igualmente roja que dejaba entrever dos largas trenzas negras… unas zapatillas de ballet y su faldita vaporosa por encima de las medias…
Llovía y mi bailarina parecía desplazarse sobre el cristal de las calles como si apenas le importara tal peculiaridad… Llovía y feliz saltaba de charco en charco con graciosa y sutil pericia. Repentinamente se detuvo, miró a mi ventana y dejando caer el paraguas sobre su espalda, me dejó ver aquellos ojos que no pude olvidar… posó un beso sobre la palma de su pequeña mano y sopló hacía mi…
Pasaron los años… llovió muchas veces pero mi bailarina fue siempre una ausencia dolorosa. Aprendí a tener paciencia y a saber esperar… Cuando la edad me lo permitió, la busqué bajo la lluvia pero siempre regresé tan solo con la imagen atrapada en la memoria a mis siete u ocho años.
Una tarde lluviosa tras la campana deseada, salía de clase… el curso apenas había comenzado… Miré al patio, donde la lluvia se estrellaba implacable, y descubrí que desde el centro me miraba una esbelta chiquilla, empapada y feliz… Caminó hacia donde yo estaba, cargando sobre las puntas de sus tenis encharcados, saltando de charco en charco…
Pronto pudimos mirarnos otra vez a los ojos… Aquella vez supe que se llamaba Natasha y que adoraba el ballet y la lluvia… también que la paciencia tiene recompensas.
José Angel Fernández Díaz.