Eran otros tiempos, sin duda. Entonces nos ocupábamos, sin ser conscientes, de buscarnos, como destino, entre los rincones difusos de la realidad. Eramos ensayo permanente y ruidosos errores. Todo para aprender, de la propia experiencia, a dar pasos acertados alguna que otra vez.
Una de aquellas mañanas, teñidas de luz y color, conocí a Natasha. No se como sucedió; mi vida está llena de cosas así de “súbitos”, “repentes”. Ella, Natasha, fue uno de esos súbitos o repentes, que un día, de esa misma manera dejó de ser. Venía de Maracaibo, pero no era de allí. Su padre, Ingeniero petroquímico había estado trabajando en las plataformas extractores que colonizan el gran Lago y que lleva el nombre de aquella ciudad. Había decidido dejarlo y buscar fortuna en Caracas. Con ellos venía su abuelo. Aquel hombre , su abuelo, había sido minero con suerte. La mina se había quedado con la salud pero no con su vida. Las heridas que lo atravesaban tenían el nombre de muchos compañeros fallecidos; pero no habían tocado su piel… Un minero con suerte. Uno entre pocos.
Natasha caminaba como lo hacen las bailarinas… sobre las puntas de los pies y con una gracia y fragilidad que parecía flotar. Rubia, muy delgada y mas bien bajita, de inmensos ojos verdes y piel demasiado blanca para que uno pudiera creer que sus padres eran Venezolanos. Nos hicimos amigos, amigos de verdad. Por eso no he podido olvidarla. Creo que de no haber sido porque mi locura estaba posada en otra piel, me hubiera dejado atrapar por la magia que componía cada rincón de aquella chiquilla.
Una extraña tarde de lluvia, al salir del Colegio, nos encontramos con que justo delante de la puerta discurría un río caudaloso y feroz. Ella con sus zapatillas blancas de loneta, no sabía que hacer. Imposible cruzar aquello sin mojarse. La miré a los ojos, abracé su cuerpo frágil y respirando el perfume de su melena, la levanté para llevarla a una zona seca. Perpleja, clavó su inolvidable mirada en la mía y me plantó un beso que terminó por ridiculizar a un trueno que en aquel momento rompía el singular ruido de la ciudad. La devolví al suelo con la sensación de haber tenido en brazos un ángel. Posé la mirada tímida sobre el agua y, juntos, descubrimos un arcoíris navegando calle abajo… Si, lo mirábamos los dos. Paseamos bajo la lluvia y recuerdo que cuando las farolas reventaron la oscuridad, ella llevaba mi mano entre en suya. Me hablaba de su madre ausente, de su hermana y de aquella nueva vida que resultaba un tanto experimental. Yo escuchaba mientras, confundido, buscaba una salida de emergencia para los dos. Quería que huyéramos a una isla inventada y no sabía como decírselo.
Compartimos, aquella tarde, una cocacola y una arepa. Me gustaba morder donde antes ella lo había hecho y encontrarme con el sabor de sus labios sobre el cristal de la botella. La llevé a casa y volví a la mía soñando y sin querer llegar. Su perfume llegó conmigo y dormí con aquella camisa mía, encharcada, para respirarla hasta quedarme dormido.
Un día de súbito y también de repente nos tocó despedirnos sin que apenas hubiéramos ido mas allá de cuanto aconteció aquella tarde de lluvia. Prometí no olvidarla y cumplí mientras pude, mientras otro amor mas grande no desdibujó aquella hermosa sensación de haber arrancado a la vida alguna que otra respuesta y un buen puñado de preguntas.
José Angel Fernández Díaz.