Me gusta imaginar y desde allí, desde la imaginación, tomar atajos de camino a los sueños. Porque soñar es construir realidades por adelantado, es empeñarse en dar pasos por donde no existe camino… abrir camino.
La realidad, la muy cruda realidad, siempre tiene mas que decir y si bien nos ponemos a vivir con la intención de saborear eso que llaman felicidad, pocas veces semejante cosa depende solo de nosotros.
Cuando nos encontramos por primera vez ella compraba el pan y yo posaba con descaro el peso de aquella mirada mía adolescente, colonizada por las hormonas efervescentes, en el lugar donde se encontraban sus pechos separados por una hermosa franja en la que a duras penas podía visualizar aquel símbolo que significaba “paz y amor” y que la gente confunde a menudo con el de Mercedes Benz …. Lo mío era pura y dura ideología, en colaboración con mi despiporre hormonal. Ella me miraba a los ojos, a los ojos ausentes y yo imaginaba a toda máquina.
Decidí llamarla Penélope y yo me convertí en Odiseo o Ulises. Yo era un hippy autodidacta, un pastor de sensaciones y novedades, un extraño pasajero de la realidad, en patinete cuesta abajo y cegado por la luz del amanecer, en definitiva, un siniestro total… Ella era de repente la mejor mujer de mi vida y la constatación, en carne y hueso, de que nunca había sido capaz de mirar con atención y franqueza a los ojos de la belleza.
Salí sin comprar nada tras ella, aterrorizado e incapaz de atrapar alguna frase interesante para iniciar nuestra historia común. Llevaba mi cámara en la mochila, cargada para hacerme dueño de luces y sombras, curvas y rectas, historias y carantoñas, gestos y muecas… y mas cosas casi siempre en blanco y negro. El color se había convertido en una alternativa para salvar el ruido de los días tristes. La felicidad y la belleza me gustaban en blanco y negro. El color era un poco denso en sus historias de fondo.
Corrí decidido hasta situarme delante de Penélope, me di la vuelta y caminando hacia atrás la miré a los ojos con gesto de desgarrador abandono y admirable pasión por seguir adelante, casi nada. Ella me miró también y advirtió, desplegando ante mí la melodía desencadenada de una voz que se me antojó tocada por los ángeles, que a muy pocos metros de allí un perro se ocupaba de adornar con gran esfuerzo un pequeño trozo de acera. Evitó un impacto inminente y me dio pie para que pudiéramos iniciar una conversación.
-Gracias.
-Por nada. Adiós.
-Pero ¿Cómo que adiós?... esto no puede ni debe quedar así. Has sido buena conmigo.
-Deberías caminar como el resto de la gente, mirando para donde vas y no de donde vienes.
-No era eso lo que hacía. En realidad te miraba.
-Y por qué me mirabas?. Soy solo un invento tuyo.
-No, no eres un invento. Estabas en la panadería y te seguí al salir. Llevamos andando juntos algún tiempo. No sabía como acercarme a ti.
-Lo sé y también sé que en realidad solo tu estas aquí.
-Espera. Saco mi cámara y verás como no eres un invento.
Saque mi cámara de entre las muchas cosas que habitaban en el interior de mi mochila y tras comprobar que todo estaba preparado para robarme un segundo de su vida, advertí que aquello no iba a doler. Encendí, apoyé el ojo el visor, comprobé que todo estaba infinitamente oscuro simplemente porque, como siempre había olvidado quitar la tapa del objetivo, quité la tapa y la busqué a través de los cristales…
Miré a los lados, alrededor, al cielo y al suelo. Se había ido o nunca estuvo. Aproveche para capturar un puñado de hojas color otoño sobre la acera gris entre las paredes de una foto habitada por la desilusión.
José A. Fernández Díaz.