Ella y yo éramos algo así como una historia inventándose poco a poco a golpe de suspiros; éramos un suspiro continuado y una decadente manera de olvidar que en la sección perimetral que acotaba nuestra atmósfera el oxigeno era lo de menos.
Ella y yo éramos una mentira bicéfala y tan grande como el más ínfimo de los pecados y tan ruidosa como el aleteo de una mariposa perdida entre los sueños dulces de un goloso lector de gotas sobre los cristales.
Ella y yo éramos un juego peligroso, un parchís a vida o muerte un dos en raya sin paracaídas con destino al fondo del universo… éramos un no se qué de eso que cuentan los aburridos traficantes de historias ajenas.
Ella y yo éramos piel habitada por la deliciosa sensación del sol sobre la corteza de nuestro libro favorito y algunas veces el frío impacto de una flecha envenenada con dos o tres cucharadas de miel.
Ella y yo éramos cuatro brazos dispuestos a no dejarse marchar y dos pares de ojos incapaces de perderse una sola puesta de sol de esas que se dejan la playa perdida de charcos incendiados.
Ella y yo éramos un pastel de nube fresco como la brisa del infierno y dulce como el zumo de un par de limones acusados de insultar al discurrir pacífico de las distraídas aguas de un río cualquiera.
Ella y yo éramos una extraña mezcla de tarde y noche, ligeramente agitada por la temible invasión de estrellas fugadas de cielos falsos y planetas ignorantes de leyes y normas de esas que explican como ha de comportarse un astro.
Ella y yo éramos algunas cosas que nadie debería saber.
José A. Fernández Díaz