Alfabetizaba dinosaurios y querubines , mientras en los pequeños audífonos que tenía clavados en los agujeros de las orejas sonaba un reguetón a todo trapo…( y si no me crees es mas bien tu problema)
Y aquello ciertamente no era un problema en si mismo. Aquello que decía Eduardo no era uno más de sus curiosas conversaciones con la máquina expendedora de tabaco.
Eduardo era un poeta sin musa. Había hecho de su vida un recorrido estrafalario por entre los tiempos y las cosas, los vicios y los deseos , los sentidos y los sentimientos, la locura y la razón dislocada… Eduardo apenas soñaba dormido porque siempre lo hacía despierto. Tenía la palabra a mano siempre. El silencio era síntoma de ahogamiento. Dicen que solo guardaba silencio cuando escribía… cuando lo hacía en los muros de la ciudad.
Es bien cierto que las paredes de su breve ciudad, no todas desde luego… solo algunas y nadie sabe por qué estaban tomadas por la poesía. De un día para otro aparecían escritas frases que tenían el grato sabor de un espíritu que soñaba con una patria tomada por los sentidos , con calles llenas de razones y esquinas donde uno podría darse de bruces con un sueño despistado.
Sin musa, sin amor a mano, Eduardo, hablaba de amores perdidos, como si el último de todos fuera el último para siempre. Peto era capaz, sabía como contar donde estaba la belleza aún en las penurias o la vulgaridad… Para los poetas de verdad, incluso los que no saben que lo son, existe una única manera de explicarlo todo y un único medio: la palabra que nace de los sentimientos.
Eduardo moría de vez en cuando… moría y él mismo se ocupaba de escribir y poner en la puerta de su peculiar domicilio una esquela nunca al uso. Moría porque necesitaba respirarse en el silencio de los ires y venires que no era capaz de explicar ni entender.
De tanto morir preventivamente, aprendió a desconfiar de estado real de existencia y algunos días, algunas veces, apenas resucitado se iba a dar un paseo y mirar atentamente en los ojos de la gente la imagen de si mismo… así era la vida.
El no sabía que el día que no hubiera resurrección iba a ser recordado y no de cualquier manera.
En tiempos de rabia y egoísmo, de inquietud y miedo, la poesía es , parece, prescindible, y los poetas habitantes extraños de un mundo que no existe.
Pero ese mundo existe y la poesía es imprescindible, si los hombres y las mujeres no tienen miedo a desnudarse y decir la verdad. La república de las palabras tiene el color de los sueños.
Eduardo era un soñador desquiciado, un loco onírico, un coleccionista de cosas que no ocupan lugar. Llevaba la vida cogida de la mano y se paseaba por las calles bajo la lluvia, feliz de que hubiera otoño o, dormía en el parque y amanecía bajo los árboles muerto de frío y sueños para contar en versos breves, en primavera.
Murió un día y muchos días mas , hasta que, la última vez , en la puerta de su casa no apareció una esquela. Aquella vez fue un epitafio…
“La poesía ha sido mi mal menor. Me he muerto herido de ignorancia para siempre.”
José A. Fernández Díaz.