Nos aprendimos amaneciendo en las camas de hoteles baratos y, algunas veces, en la noche de algún paraíso donde el cielo era el techo.
Nos supimos mejor de tanto vivir la vida juntos; de tanto hacer las cosas un poco menos a la manera propia y mucho mas a la manera del otro.
De tanto querer querernos, nos quisimos tanto, que perdimos batallas apropósito y luego celebrábamos las derrotas, juntos, en el campo de las victorias.
Un día, mientras compartíamos una cerveza bien fría, nos confesamos la estrategia y aquello fue terrible, porque desde entonces las batallas fueron desalmadas y truculentas… aprendimos a perder los dos y a ganar los dos. Caímos en el disparate y que disparate, de celebrar victorias y derrotas … así que…
Un día, mientras compartíamos una cerveza bien fría y unos tomates con queso y algo de orégano, acordamos retomar el sistema antiguo.
Nos conquistamos las posiciones piel a piel y avanzábamos por la noche para retroceder por el día. Consultamos el libro de familia y, concluimos que aquel libro tenía pocos personajes y un solo suceso común: el matrimonio… Como libro no era gran cosa, pero hablaba de nosotros; escasamente contaba cosas pero, ¿y de lo sucedido tras el matrimonio?... Parece que para que diera cuenta de las batallas carnales, era preciso que el resultaba tuviera nombre y sexo…
Un día, mientras compartíamos una cerveza bien fría y unas galletas saladas, hablamos de ser padre y madre o madre y padre que esencialmente era lo mismo pero al revés …
Nos concentramos en la condición de llegara ser padre y madre, cada uno a lo suyo y, tras una de las batallas, uno de esos días menos esperados, nos reunimos para acordar el nombre del nuevo personaje que, muy pronto, iba a llenar alguna página de nuestro libro de familia.
Nos aprendimos otra vez para tirar de la historia que nos envolvía y nos aprendimos tan bien que, para cuando nuestra hija nació, sabíamos perder los dos y también, sobretodo, celebrarnos sin batallas …
José A. Fernández Díaz.