Conquistados los límites, casi imperceptibles, entre una noche de ausencia y la súbita locura, no encontraron mejor manera para seguir adelante que salir al patio cubierto, dominado por la roca y el verde silencioso de los árboles y plantas, desnuda la piel rota de amor , también los sentidos perplejos rehenes temporales de una breve locura intermitente, que los que ponen nombres a las cosas y lo que no son cosas, han decidido llamar amor… Desnudos , sobre la hierba húmeda y bajo la suave lluvia de la cálida mañana gris de un día de esos que marcan la sutil decadencia del verano; desnudos se dejaron ser descubiertos, tomados, ocupados… para luego compartirse, continuarse, detenerse sin dudas y morirse la una en el otro y el otro en la una, un millón de veces , sin veces, sin millones , sin pensar, sin contar, simplemente …
Fundidas las pieles, atados los sentidos, apenas fueron capaces de percatarse de que aquella luz, aquella lluvia, aquel silencio… todas las ausencias , no eran otra cosa que parte de un mensaje definitivo, lapidario, irreprochable, cantado y contado como si fuera el súbito desenlace de un sueño atrapado en el interior de otro sueño.
Tuvieron tiempo para despertar, porque, víctimas de la locura, no pudieron imaginar cosas con final, personas con final, sensaciones con final, historias con final; pero no se despidieron porque iban juntos hasta que todo acabara … sin saber que había final, sin importar que hubiera final.
Mientras, pieza a pieza, se iba armando la superestructura del apocalipsis, él, loco, enamorado, dibujaba caricias con el agua tibia de la lluvia sobre el vientre de ella, loca también, el mapa entre los labios dulces y los labios salados…
Locos los dos de ciega pasión, apenas cuerdos de pasado o en el pasado no vieron y tampoco sintieron, llegar el final de las cosas. Consumada la premonición, concluido el final de los tiempos, dejaron de ser historia …
José A. Fernández Díaz.